Editorial El Mostrador (16/03/2015)
Se quebró, dicen los niños cuando algo cae de sus manos al suelo. Es la misma explicación recurrente a la que acude la política cuando debe enfrentar un problema grave de su ámbito de competencia. Espontaneidad absoluta de los hechos y sin responsabilidad de nadie. El “sistema falló”, “no se previó”, “fue un accidente o fuerza mayor”. Algo que está en tercera persona, innominada, pero que ahora se puede solucionar con “nosotros” a través de una nueva ley o una comisión de hombres inteligentes. O un perdonazo general.
El país no llegó a este punto porque los hechos sorprendieron de manera imprevista a la elite política y empresarial. Lo hizo porque la noción de impunidad o la convicción de poseer un poder político fuera de todo control, entumeció la inteligencia y el compromiso político de los representantes. Deificada por el secretismo, la manipulación, el temor y la privacidad de las cocinas políticas, a las que no pueden entrar todos, como dijo el senador Andrés Zaldívar, la noción de impunidad transformó a la elite política y empresarial en gente sorda y ciega para sopesar lo que sus acciones estaban produciendo.
No se puede sostener que el Congreso no tuviera hace tiempo señales de una tensión que se estaba acumulando, sin que fuera capaz de reaccionar. La promiscuidad entre reguladores y regulados en el ámbito financiero, o problemas cuya proyección afectaría tarde o temprano la imagen país, además del funcionamiento de sus instituciones.
Es evidente que no hay sincronía entre las autoridades y órganos superiores del Estado a la hora del quehacer diario frente al tema. Ante la solicitud del Ministerio Público de concentrarse en la investigación de la documentación de Soquimich, el SII respondió (está entre sus competencias) que investigará a 200 empresas.
El tema fue materia en los debates presidenciales del 2009 por el fideicomiso ciego o las sanciones que por uso de información privilegiada había tenido el entonces candidato Sebastián Piñera. También fue un tema crítico con el caso La Polar, los problemas de transparencia de SMU y CorpBanca, el perdonazo impositivo del SII a Johnson y el caso Soquimich y las Cascadas, empresa que hoy también aparece como arista del caso Penta.
El mutismo político del Congreso frente al caso Cascadas solo fue roto muy tardíamente para formar una comisión investigadora, abiertamente destinada a involucrar a Sebastián Piñera en el caso y concordante con la estrategia del empresario Ponce Lerou, de retardar el juicio y esperar el cambio de la plana ejecutiva de la SVS, que ocurriría cuando asumiera el seguro gobierno de Bachelet en marzo de 2014. Sobre el fondo del problema y sus implicancias para el orden público económico, absolutamente nada.
Las señales de la especulación inmobiliaria y el uso amañado de los planes reguladores y de los bienes fiscales, hace mucho tiempo están en los escritorios de los ministerios respectivos y de la propia Moneda, además de los municipios. Han sido ministros y hasta un Vicepresidente, durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, los que en uso de competencias administrativas han cambiado planes reguladores para solucionar entuertos empresariales derivados de infracciones a la normativa ambiental. Las ampliaciones del plan regulador de Santiago, el caso Kodama o las transgresiones a contratos de concesión en casi todo el país, son demasiado habituales para que la autoridad presidencial se entere por la prensa. Detrás de cualquier camino u obra fiscal de envergadura, hay parcelas de agrado para políticos y grandes proyectos inmobiliarios.
La judicialización del caso Penta, así como su alcance a otras esferas empresariales y políticas, permiten ver que estamos ante explosiones constantes en un campo minado por el maridaje ilegal de política y dinero, sin que el país sepa –a excepción de lo que hoy hace el Ministerio Público– cuál es el mapa cognitivo ético para enfrentarlo, ni cuál es el liderazgo que convoque con credibilidad a recomponer la confianza de los ciudadanos.
La arista Soquimich que siguen los fiscales abre una caja de Pandora transversal sobre la corrupción, que eventualmente puede llegar hasta La Moneda. Ello provoca que, en el actual escenario de desconfianza, todos miren con atención su actividad tendiente a controlar los daños institucionales.
Por eso debe extremar su finura política, que por cierto no parece tener.
Es evidente que no hay sincronía entre las autoridades y órganos superiores del Estado a la hora del quehacer diario frente al tema. Ante la solicitud del Ministerio Público de concentrarse en la investigación de la documentación de Soquimich, el SII respondió (está entre sus competencias) que investigará a 200 empresas.
La desconfianza de los críticos apunta a que esto es “gatopardismo”, pues se puede hacer lo uno y lo otro sin crear la sensación abrumadora de que todo es tan general que requiere mucho tiempo y es muy dificultoso. La sensación de que puede existir un intento de entrabar la investigación aumenta con la designación del encargado de la seguridad y las policías, el Subsecretario del Interior, como el articulador de los descontroles políticos de la arista Soquimich.
Hoy como nunca se siente la ausencia en Chile de la institución del Defensor del Pueblo, capaz de representar ante los tribunales de justicia y las autoridades los derechos políticos y sociales de la ciudadanía, amenazados actualmente por una crisis de legitimidad originada en escándalos de corrupción político-empresarial, y ejemplificada en casos como Penta, Caval o Soquimich, que investiga la justicia.
La ausencia de representación de intereses ciudadanos preocupa, porque con una naturalidad que asombra, se ha visto a connotados abogados de la plaza sostener, con legítimos argumentos, que solo estamos ante delitos económicos menores y que la actividad corruptiva de sus clientes no es tal, sino un mal control de sus gobiernos corporativos, la traición delictiva en beneficio propio de personas de su confianza, y una conducta generalizada y de normal ocurrencia, transformada en cultura en el país.
El bien político democracia y los principios de representación sana y transparencia que la sostienen, nadie los defiende derechamente y, si tal tesis prevalece, todos somos culpables de una corrupción que en realidad no es corrupción sino una costumbre social. Nadie dice que tratar de capturar la voluntad de los representantes y convertirlos en vasallos del poder del dinero, tal como lo hace Penta o Soquimich, nada tiene que ver con el sistema binominal sino con la ética de las personas.
En el actual escenario, lo peor que puede ocurrir, es que el empresariado corrupto ya haya vencido a la probidad en el sistema político. Que la elite política tocada por el financiamiento ilegal sea más fuerte que la transparencia y la justicia, y logre controlar los daños y elaborar una tesis de “responsabilidad país” que no incluye la probidad y la transparencia, sino solo una aparente “estabilidad”. Lo que se debate dentro y fuera de los tribunales son los derechos políticos y sociales de la ciudadanía, y si la libertad es un supraderecho constitucional, los corruptores de la democracia merecen estar en la cárcel porque atentan contra la libertad de todas las personas al tratar de corromper a sus representantes en el Gobierno y el Parlamento. De un sistema dominado por la corrupción, los ciudadanos no pueden esperar libertad.