Sabido es que Chile y el mundo se enfrentan a múltiples crisis de consecuencias inimaginables. Diversos analistas señalan que de conjugarse ciertos factores, ésta puede ser la crisis más grande del sistema capitalista en los últimos cien años.
Las empresas quiebran, el desempleo aumenta, se avizora un shock de suministros que agravará la cadena productiva generando escasez de bienes en todo el planeta y por consecuencia aumento de los precios, mientras por la misma vereda avanza la crisis climática, ecológica y sanitaria. Gran parte de la responsabilidad se sitúa en el desmantelamiento de los estados a lo largo del planeta, particularmente en América Latina. La instalación sin contrapesos del modelo neoliberal, pulverizó instituciones públicas estratégicas que acabaron con la protección social y la garantía de derechos, sometiendo a los pueblos al sufrimiento cotidiano que profundizó la desigualdad a niveles extremos.
En Chile, luego del estallido social de octubre y en medio del manejo negligente de esta crisis por parte del gobierno se ha hecho ineludible la discusión respecto a la justicia, es por ello que nos planteamos las siguientes preguntas: ¿Es suficiente el impuesto que pagan los súper ricos del país? ¿Es justo que quienes tengan fortunas incuantificables sigan disfrutando de un paraíso de beneficio tributario? ¿Cómo financiaremos las múltiples necesidades del Estado para cubrir las demandas surgidas de esta crisis?
Para responder estas interrogantes debemos reconocer que las situaciones excepcionales requieren de soluciones excepcionales. Hoy nos enfrentamos a una disyuntiva que ofrece dos caminos: insistir con un modelo fracasado que acentúa la crisis social tornándose incapaz de dar respuesta cuando las necesidades lo requieren o, asumimos la responsabilidad que el país requiere dando un giro radical del modelo hacia uno que tenga como prioridad, alcanzar una redistribución de la riqueza para enfrentar los desafíos del presente y del futuro.
En lo inmediato es urgente asegurar condiciones materiales esenciales para resguardar las vidas de la población: alimentación, salud, salarios, pensiones dignas y educación, lo que exige modificar la actual política tributaria y avanzar hacia un sistema de recaudación progresivo y justo que incorpore un impuesto a los súper ricos para la recaudación fiscal.
Entendemos a los súper ricos como aquellos individuos con patrimonios superiores a los US$100 millones, que actualmente son 140 personas que sumando su riqueza financiera y no financiera alcanzan un patrimonio total de US$150.444 millones (López y Sturla). Para hacernos una idea de la magnitud de esta cifra, el PIB de Chile el 2018 fue de aproximadamente US$298.200 millones, vale decir, 140 individuos poseen un patrimonio superior al 50% del PIB nacional que representa el trabajo de todas y todos los chilenos durante un año completo.
Si comparamos además con la dura realidad del país, el patrimonio de estos 140 individuos es equivalente a 400 mil sueldos mínimos; 20 veces las deudas de todas las y los estudiantes que han estudiado con CAE entre el 2006 y 2018. Es tal la magnitud de estas fortunas que representa un 63% del total del fondo de pensiones acumulado durante 39 años por todas las y los trabajadores del país y significa 2 veces el presupuesto de la nación del 2020.
Estas cifras son impresionantes, si nos proponemos gravar con un impuesto del 2,5% al patrimonio total de estos súper ricos se lograrían recaudar US$3.452 millones al año, lo que equivale a 1.7 veces el Fondo Social implementado por el Ministro Briones para esta crisis, lo que nos lleva a un claro sentido común: es justo que quienes tienen más, paguen más.
El impuesto a los súper ricos no es sólo una necesidad económica, sino que también, implica materializar una necesidad de justicia, de corregir en parte, la enorme desigualdad estructural que se ha generado y que ha propiciado la acumulación desmedida de un pequeño sector en desmedro del bienestar del resto de la sociedad. Un claro ejemplo de ello, es que desde 1990 al 2018, el PIB real chileno ha crecido más del 300% en comparación a los salarios reales que en promedio, sólo han crecido alrededor de un 80%.
El aplicar una contribución significativa a estos individuos, tiene además de la consideración de justicia, y tratándose de un impuesto a la fortuna personal, no afecta el funcionamiento de las empresas, por tanto, no afecta el normal funcionamiento de la economía, al contrario, permite aumentar la demanda agregada al transferir importantes recursos a un número significativo de personas; además atenúa la natural reacción política que surgirá del movimiento social una vez superada la crisis sanitaria. Las grandes fortunas, resistiéndose a cambios significativos en política tributaria hoy arriesgan de no ceder, mucho más en el futuro inmediato.
Es evidente que una vez superada la pandemia las cosas cambiarán estructuralmente, las relaciones sociales provocadas por las nuevas formas de organización del trabajo condicionarán nuevos comportamientos que afectarán al mismo tiempo las formas del consumo y de concepción de prioridades de Estado, ello exige que Chile se dote de herramientas de gestión pública que permitan que la recaudación se concrete efectivamente, con un esquema tributario transparente que impida la elusión de impuestos, las declaraciones juradas de patrimonio falsas y que sancione severamente a quienes eludan su responsabilidad.
El proceso constituyente y las crisis futuras serán los momentos más relevantes a la hora de disputar la posibilidad de crear una nueva sociedad y para ello se deben aclarar responsabilidades, incluyendo a quienes por décadas se han enriquecido con nuestro trabajo y bienes comunes naturales.
Los autores: Nicole Martínez, vicepresidenta de la FECH y Luis Mesina, secretario general de la Confederación Bancaria y vocero de la Coordinadora NO+AFP.
Foto tomada en diciembre de 2019, durante el Acampe Por los Derechos Sociales en Plaza de los Tribunales.