Por Luis Mesina
Si algo ha quedado en evidencia en estos días y de lo cual debemos sacar muchas lecciones, es la importancia de lo público por sobre lo privado. Ello supone, estados cuyo rol en la sociedad no consista solo en administrar un determinado modelo económico, sino que exige cumplir a cabalidad con la responsabilidad de garantizar a todos los habitantes de un territorio determinado derechos fundamentales, de forma tal que la sociedad en que se desenvuelven sus habitantes, permita niveles aceptables de convivencia, igualdad de oportunidades, y garantías de acceso a la justicia, en igualdad de condiciones para sus integrantes.
En las últimas décadas, gobiernos de todo signo –incluidos partidos políticos–, muchos de los cuales, después de la segunda guerra mundial enarbolaron la idea de los estados de bienestar, fueron subyugados por el dogma monetarista que convertía al mercado en el ente rector de toda actividad humana. Según este dogma, el Estado es un órgano opresor que atenta contra las libertades de los individuos, donde el control y el abuso se ejerce vía políticas tributarias del derecho de propiedad. Junto con esto, se afirma que la libertad de emprendimiento individual, consustancial a la filosofía monetarista que reniega de lo colectivo, es vulnerada por el predominio del Estado.
Ganados para esa filosofía; en la década de los noventa muchos partidos socialdemócratas de Europa y Latinoamérica se pusieron en marcha. Detrás de ellos existía un decálogo emanado del “Consenso de Washington” que para los de esta región les ordenaba el camino. El FMI, el Banco Mundial, luego el Banco Europeo, harían lo suyo: “privatizar hasta que duela”, diría uno de los nuestros. En todo el mundo se dieron a la tarea. Generaron acuerdos de libre comercio, que de libre poco tienen, pues el predominio de los grandes siempre impuso las reglas a los países más pequeños; intentaron acabar hasta con la sanidad pública, la seguridad social, la educación y muchos otros bienes ganados en las décadas que siguieron a la segunda guerra. Claro, no lo pudieron lograr en todas partes.
Un solo alumno, el más aventajado, pudo con todo, Chile, el país al cual los organismos internacionales en las últimas tres décadas levantaron como ejemplo de buen estudiante. Chile era el paradigma. Claro, nunca dijeron el costo que hubo de pagar el pueblo del país donde se aplicaron estas políticas extremas. Un país con una desigualdad brutal, con una concentración de la riqueza que resulta obscena mirado el nivel de ingresos que reciben la mayorías de los trabajadores, en fin, un país dominado por magnates que se hicieron de todo mediante las privatizaciones oscuras y que terminaron convirtiéndolo en el país de la injusticia.
Todos los derechos sociales fueron convertidos en negocios. Así podríamos definir a Chile. El país de los negocios: la salud, la educación, la seguridad social, la vivienda, y, aunque cueste creerlo, el agua. Todo privatizado y dejado al mercado.
Esta crisis sanitaria que golpea hoy a todo el planeta, ha develado que el sistema capitalista, en su expresión más extrema, lo que se denomina neoliberalismo, ha fracasado. Hoy se torna incapaz de garantizar a los seres humanos protección. Es incapaz de garantizar lo fundamental, la vida a las personas.
Por ello, lo que ha quedado de manifiesto en esta crisis, es el desplome de esta idea monetarista de que el mercado lo puede todo y de que el Estado debe reducirse al mínimo. Los casos más emblemáticos es lo ocurrido en Europa, gracias a la sanidad pública, como sostuvieron los derechistas Boris Johnson, Emmanuel Macron y Angela Merkel, sin lo público, esos países habrían pagado un precio mucho más alto en vidas humanas del que han pagado.
Pero en Chile, a pesar de esa evidencia no hay asomo de querer cambiar las cosas. Se persiste en mantener, a como dé lugar, el fracasado modelo privatizador chileno que tanto daño ha causado y que hoy muestran al país, modelo del neoliberalismo, en absoluto fracaso comparado con otras naciones de la región.
Según un reporte del Instituto para la Métrica y Evaluación de la Salud (IHME) de la Universidad de Washington, proyectando los datos, el 1 de octubre la cifra de fallecidos por Covid 19 en Chile podría llegar a superar los 25 mil. Esta estimación sería peor si se relajan las medidas sanitarias que hoy están aplicadas en el país, y que el comercio y el gran empresariado presionan por transformar rápidamente.
Nuestro problema es que el Estado chileno lo dirige un sujeto absolutamente autoritario, cuya estrategia sistemática ha sido vulnerar de manera permanente el propio ordenamiento jurídico que llama a respetar.
La Constitución política, que mayoritariamente es cuestionada por la ciudadanía, es al mismo tiempo, objeto de cuestionamientos por el propio Piñera quien de manera grosera la vulnera para avanzar en sus planes totalitarios. La última incursión que devela su conducta y sus oscuras intenciones, son las declaraciones del fin de semana pasado en cadena nacional, donde plantea intervenir a otro poder del Estado, ellas, representan una conducta que arremete y es manifiestamente contraria a la legislación vigente, e implica una grave intromisión en las facultades privativas del Poder Legislativo y una seria infracción a principios democráticos y constitucionales tan fundamentales, como el principio de la separación de poderes.
¿Por qué Piñera puede hacer todo lo que hace, si no cuenta con apoyo popular? Porque en Chile no existe oposición. Salvo algunas declaraciones de un congresista en un matinal de la TV, la verdad es que el pueblo chileno se halla absolutamente desesperado, en la más absoluta orfandad, con partidos políticos más preocupados, al parecer, de configurar sus plantillas electorales y su estrategia electoral, que de asumir el rol que el momento histórico demanda.
Y es que no se puede explicar, que un gobierno absolutamente desacreditado, intente imponer leyes que abiertamente se corresponden con un régimen autoritario, como lo es por ejemplo, el proyecto de ley de inteligencia que descaradamente busca entregar mayores herramientas al Estado, no precisamente para mejorar la calidad de vida de sus habitantes, sino para reprimir y criminalizar la protesta social y al movimiento social. No se entiende, que existiendo supuestas mayorías en la “oposición” no sean capaces de garantizar la extensión del post natal, cuyo rechazo en la Cámara –con la complicidad de cuatro senadores de “oposición” incluida la única mujer de oposición que votó en contra, Carolina Goic–, termine perjudicando gravemente a las mujeres trabajadoras de nuestro país. Cómo entender, que siendo un clamor mayoritario poner fin al sistema fracasado de AFP por 39 años, en el Senado, donde se discute la derogación del DL 3.500, aún haya congresistas de “oposición” que planteen dudas acerca de lo conveniente de acabar con este sistema de miserias para los pensionados.
En fin, Chile es un país cuyo experimento de 30 años colapsó el 18 de octubre. El pueblo, superando a las direcciones políticas tradicionales salió a luchar por lo que estima justo: Pensiones, salud, educación, vivienda, agua, en fin, todos derechos fundamentales que el neoliberalismo en nuestro país convirtió en negocios y que es preciso restablecer en beneficio de todos a la brevedad.
Acabar con el modelo privado es una de las mayores tareas y permitirá acabar con el privilegio de muchos que han hecho fortuna de manera absolutamente extraña y poca clara, y que hoy ubican al presidente de nuestro pequeño país, con una riqueza superior al presidente del país más poderoso de la tierra.
Esto es una vergüenza, esto no puede continuar, el pueblo de Chile no lo merece